martes, 21 de febrero de 2012

Carta II


El año es otro, pero tu ciudad la misma de abominable, Coronado.

Hoy recorría “La Ciudad de los Reyes” y, sin ánimo de mofa, pensaba en que hace mucho perdió tan ilustre motete, para convertirse, por todos lados, en “La Ciudad de los Nenes”.

Tú los has visto, en las esquinas, recostados en los fierros pelados de las señales de tránsito, sentados al filo de la vereda oscura o al borde de una acequia. Con cinco, diez o doce años de edad, se detienen, frágiles y limpios de corazón, frente a los automóviles de todas las avenidas de tu próspera y modernísima ciudad, y las maniobras que ejecutan en tanto la luz llega a verde en el semáforo, son una digna metáfora de su existencia.

Desde la acera, una mujer siempre lastimera los observa, sosteniendo una bolsa de dulces, si no es que al menorcito de la prole. Mientras sus hijos se apuran en contorsionar peligrosamente sus cuerpos o realizar malabares con pelotas o frutas, ellas solo aguardan, con ojos de bolero, en la soledad de la calle, pensando quizá en los golpes del marido borracho o en aquel que la amó en su juventud y se fue.

Esta noche, por ejemplo, conocí a tres de ellos. A mi lado, mientras esperaba en el paradero, estaban quietos, miserables, pendientes de que se detenga el tráfico. De pronto, al ponerse el rojo en lo alto de la esquina, de un salto invadieron el crucero peatonal y dieron inicio a las piruetas. Una vez terminado ese quehacer, pasearon por el laberinto de autos con la palma de la mano hacia el cielo (eternamente vacío, inalterable). Fueron ignorados.

Sin embargo, de uno de los autos, bajaron la luna polarizada y alguien les alcanzó algo que no era dinero. Extrañados, volvieron a la vereda.

Una vez sentados en el cemento de todos los días, descubrieron no sin asombro que lo que tenían entre manos era un juego de burbujas. Era un pomo plástico, delgado, que, al abrirlo, de la tapa podía verse colgar una circunferencia de colores.

Luego de varios intentos, lograron descubrir su mecanismo de funcionamiento: soplar muy levemente por la circunferencia hasta ver crecer la burbuja y, una vez madura, la burbuja se desprendía y flotaba, dueña de sí, por el mundo.

Entonces, se dispusieron a jugar, dejando todo a un lado: mientras uno de los niños inflaba las burbujas, los otros las perseguían rápidamente. Sin importarles mucho los transeúntes o los ambulantes, iban tras ellas entre risas y brincos, tratando de cogerlas y reventarlas. Eran simplemente otros, era otra noche, era otra vida: hoy habían aprendido, sin saberlo, a encapsular la felicidad en unas cuantas burbujas de jabón.

¿Cuántos de nosotros gozamos de esos instantes sencillos? ¿Cuáles son las burbujas de jabón de nuestros días? ¿El tabaco? ¿Las drogas? ¿El alcohol? Ahora me dicen que el cigarro produce disfunción eréctil y diecisiete tipos de cáncer. De la bebida, ni hablar.

Habrá que mirar, en adelante, a estos niños con más atención, pues algo saben.

viernes, 10 de febrero de 2012