miércoles, 21 de diciembre de 2011

Breve semblanza de Abraham Valdelomar (1888-1919) - Por Néstor Saavedra Muñoz

A comienzos del siglo XX el panorama literario latinoamericano asistía a una etapa de profundos cambios, en los que, principalmente, se instauraba el debate en torno a los lineamientos estético-ideológicos que el quehacer con la palabra debería proyectar. Por un lado, un grupo de escritores atendían a las instancias culturales propias de Europa, adoptando los preceptos y las tendencias artísticas de sus contemporáneos del Viejo Mundo; por el otro, estaban aquellos que apuntaban hacia la búsqueda de una identidad, de una escritura que represente lo propio sin artilugios del lenguaje ni el abordaje de tópicos ajenos a nuestra realidad inmediata. Aunque cada uno de estos sectores presentaban figuras modélicas (y los estudios literarios han insistido en su antagonismo) es preciso afirmar que hubo una, en medio de este contexto, que fue conciente de la historia y sus desplazamientos, que marchó con el devenir: Abraham Valdelomar, hombre que desistió de los paradigmas foráneos en pos de la expresión íntima, de la voz delineada bajo el principio de la naturalidad, haciendo de su obra literaria un proceso dinámico en el que se conjugan marcas textuales disímiles y afirmándose, sobretodo, como una figura de tránsito hacia lo que sería el radicalismo vanguardista.
Pedro Abraham Valdelomar Pinto nació en la ciudad de Ica el 27 de abril de 1888. Su educación regular se inició en las ciudades de Pisco y Chincha, para luego trasladarse a Lima y realizar sus estudios secundarios en el Colegio Nacional Nuestra Señora de Guadalupe, lugar en donde para 1903 ya manifestaba los primeros signos de su vocación intelectual: fundó, junto a Manuel A. Bedoya, la revista La idea Guadalupana.
Su educación superior fue un camino en el que reinó la inconstancia. Ingresó a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en 1905; sin embargo, los empleos esporádicos (dibujante en revistas del medio) y su carácter esencialmente desidioso para con la formación académica oficial, terminaron por convencerlo de abandonar definitivamente la universidad en 1913.
Para aquellos años, Valdelomar ya estaba muy relacionado con el ámbito de la prensa. Es colaborador en Lima del diario La Prensa (en donde comienza a firmar sus textos con el seudónimo de El Conde de Lemos) y publica sus primeros cuentos en revistas tales como Variedades e Ilustración Peruana. Asimismo, sus novelas La ciudad de los tísicos y La ciudad muerta aparecieron por entregas en las mismas revistas.
El escritor iqueño no fue indiferente a los acontecimientos políticos de entonces. Apoyó a la campaña presidencial de Guillermo Billinghurst en 1912 y, tras el triunfo del candidato, se le asignó la dirección del diario oficial El Peruano (1912-1913) y, posteriormente, el cargo de Segundo Secretario de la Legación del Perú en Italia. Paralelamente al cumplimiento de sus funciones políticas, continuaba con la actividad literaria, pues escribió crónicas para los diarios La Nación y La Opinión Nacional. Es más, durante su estadía en Roma, su cuento “El Caballero Carmelo” obtendría el primer puesto en el concurso organizado por el diario La Nación (1914).
Nuestro escritor retornaría a la capital luego del derrocamiento del presidente Billinghurst. En Lima aparecería como un frecuente colaborador de publicaciones tales como El Comercio, La Crónica, Balnearios, Mundo Limeño y Variedades, destacando por su escritura lírica y sus narraciones (ya sean en el formato discursivo del cuento o el artículo).
De esta forma, Valdelomar se convertiría en un referente para la nueva generación de escritores, conformada por Pablo Abril de Vivero, Augusto Aguirre Morales, Enrique A. Carrillo (“Cabotín”), Félix del Valle, Percy Gibson, Federico More, Alberto Ulloa Sotomayor y José Carlos Mariátegui (“Juan Croniqueur”), por mencionar unos cuantos. Ante la demanda de un espacio textual en el que este grupo pudiera verter sus propuestas ideológicas y estéticas, fue que Valdelomar, conciente de ser el líder de estas nuevas voces, decide fundar su propia revista literaria: Colónida.
Colónida. Revista quincenal de Literatura, Arte, Historia y Ciencias Sociales fue el punto de reunión de la nueva intelectualidad limeña, sobretodo fue la plataforma desde la cual los escritores de provincia, hasta ese momento marginados por el academicismo centralista, se dieron a conocer. En sus páginas se podían hallar textos de diversa índole: creación y exégesis literaria, crítica teatral y pictórica, crónicas periodísticas y partituras musicales. Entre sus colaboradores, aparte de los “colónidos”, figuran nombres tales como Manuel González Prada, José Santos Chocano, Enrique Bustamante y Ballivián, entre otros.
La revista sólo alcanzó cuatro ediciones: la primera, el 18 de enero de 1916, la segunda, el 1° de febrero, la tercera, el 1° de marzo, y la cuarta y el última, el 1° de mayo. En los tres primeros números figuró Abraham Valdelomar como director; en el cuarto y último se presume que lo dirigió Federico More. A pesar de su carácter efímero, la revista tuvo repercusión al punto de plantearse, como lo hizo José Carlos Mariátegui, la existencia de un Movimiento Colónida a partir de la actitud y el estado de ánimo que compartía el grupo, más allá de la presencia valdelomariana.
Su consolidación como grupo vendría ese mismo año, con la publicación de la antología poética Las Voces Múltiples, libro que reunía setenta y seis textos de ocho escritores vinculados a Colónida, entre ellos Valdelomar. En realidad, quienes publicaron en esa antología fueron aquellos que en ese momento eran redactores de La Prensa, entendiéndose así la exclusión de José Carlos Mariátegui, quien poco antes había comenzado a colaborar con el diario El tiempo.
Los tiempos de Colónida corresponden a la obra posmodernista de Abraham Valdelomar. Las poses aristocratizantes y la pomposidad rubendariana quedarían atrás. Sin duda, el escritor de La ciudad de los tísicos y La ciudad muerta no es el mismo que el de Tristitia y El caballero Carmelo.
La conciencia artística del primer Valdelomar, alineado a las filas modernistas, se elevaba por encima de las actitudes convencionales de los burgueses. Respondía al escapismo de moda, moldeando sus actitudes con mecanismos de distinción gracias a los cuales podía evadir una realidad degradante. Así, Valdelomar podría exaltar la trasgresión, como lo hace en un artículo titulado “Literatura de manicomio”, por ejemplo, en donde presenta a la figura de los locos como individuos que no se insertan en el sistema vulgar de los burgueses; o marcar límites sociales en función de los rasgos simbólicos de las manos, como sucede en La ciudad de los tísicos: “las manos largas representan la línea recta, el símbolo, el espíritu. Las manos redondas representan la línea curva, el realismo, la carne. Las manos largas son la aristocracia; las redondas son la burguesía”. Antes que una conducta gratuita, su personalidad era víctima de los determinismos sociales de la época. Devoto de Gabriele D´Annunzio, nuestro escritor encontró en el esteticismo una fórmula de inclusión social, en el marco de una realidad nacional en la que no se veían reflejados los ideales republicanos (libertad e igualdad).
En concordancia con su visión de mundo, la naturaleza de su registro poético también tenía que ser evasiva, apelando, por ello, a la suntuosidad verbal, al empleo de un léxico rebuscado. Para Valdelomar, el poeta era un ser perteneciente a una raza única, superior, el que había bebido “otras mieles/ junto a un río de plata donde se mira el Sol”; era el heraldo que dio “el primer acorde/ en la augusta trompeta y en la lira tricorde/ donde las notas juguetearon como en un humo sideral; era aquel al que el sujeto de la enunciación desea orlarle “con coronas del laurel de las Hadas”, representándolo, de esta manera, con metáforas en las que se articulan significantes propios de mundos encantados.
El último Valdelomar, por otra parte, aligera la retórica anterior. En primer lugar, a partir del tratamiento de asuntos cotidianos y de personajes familiares, en medio de una atmósfera de intimidad. Y en segundo lugar, con el uso de un léxico llano en el que sobresalen los significantes pertenecientes al campo semántico de las emociones.
La escritura poética adquiere un tono narrativo, orientándose, fundamentalmente, hacia el desarrollo de una anécdota (la descripción será el recurso literario preferido de nuestro poeta, en donde los adjetivos son un elemento clave para la configuración efectiva del mundo representado). Esto no deja de lado el trabajo sobre el aparato retórico-discursivo, pues las figuras literarias estarán presentes en sus textos; ahora las metáforas no se prestarán para la aludir a mundos extraños, sino que cumplirán la función de sensibilizar los sentimientos reales, estrictamente humanos, como en los versos de El hermano ausente en la cena de pascua (“Mi madre tiende a veces a su mirada de miel/y se musita el nombre del ausente) o en los de Tristitia (“Dábame el mar la nota de su melancolía”). A su vez, resulta importante señalar el empleo de las personificaciones dentro del proceso de sensibilización de la naturaleza aldeana, como cuando percibe, cuan melodía, el canto de las olas o cuando el faro alumbra a los buques perdidos “ofreciendo su estela como un pródigo brazo/y sus férreas escalas como un duro regazo”.
Del mismo modo, la cuentística de nuestro autor echa mano de un vocabulario arcaico, al tiempo que de esquemas narrativos con los cuales poder dignificar el mundo de lo cotidiano, como en El caballero Carmelo, cuento que narra la fatal historia de un gallo desde la lógica del honor caballeresco.
En síntesis, la producción literaria de Abraham Valdelomar debe entenderse como un proceso en el que se trasciende el código-estético modernista para alcanzar una poética de la espontaneidad. En dicho cambio intervienen aspectos tanto léxicos como retórico-figurativos del discurso, los cuales adquieren significación y coherencia sólo desde un enfoque global de la obra del escritor iqueño, quien muriese en Ayacucho el 3 de noviembre de 1919
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Bibliografía

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