Marcela Robles. «La estética de la violencia». En El Comercio. Lima, 27 de mayo, 2012, p.12.
No.
No es gracias a una conocida marca de gaseosa que todo irá bien en la vida
porque «refresca mejor», ni la nueva generación adolescente será más cool por tomar un determinado tipo de
leche; ni tampoco necesitamos un aparato de alta tecnología para poder captar
un momento feliz: babosadas que la publicidad intenta hacernos digerir con sus
más sofisticadas (y la mayoría de las veces ramplonas y evidentes) mañas.
Pero hay algo que en cierta medida
sí puede lograr un cambio: el arte, y en este caso, más concretamente, el cine,
el teatro y la literatura, que nos permiten vislumbrar lo que muchas veces no
podemos ver porque estamos adormecidos.
¿Se han preguntado, por ejemplo, por
qué no toleramos en la vida real lo que le ocurre al vecino, al colega de
trabajo o al amigo más querido, cuando somos perfectamente capaces de comprender
y hasta aplaudir a los personajes de una novela o una película, y elevarlos a
la categoría de héroes o antihéroes?
Por nombrar solo una, recuerdo «Una
historia violenta», filme del sobrenatural David Cronenberg. Una película
impecable en su género, en que la violencia, el sexo y los valores se confunden
en una trama endemoniada. Sin embargo, cuando todo el horror ha amainado, somos
capaces de entender el perdón, el bien que predomina sobre el mal y el amor que
destierra al odio. Justo ahí, donde otros son solo capaces de ver sangre y
muerte.
Porque cuando no es gratuita y se
sobreponen la creatividad y el talento, la violencia puede alcanzar un nivel
estético. Ese que nos demuestra que hay extravagantes alternativas a nuestras a
veces mediocres maneras de ver las cosas, que no necesariamente son
censurables, sino que escapan a toda denominación.
Es ahí donde reside parte de la
grandeza de la dimensión artística: en que nos fuerza a ir más allá de nuestros
límites para transitar caminos poco ortodoxos. Porque cuando esas situaciones
nos tocan la puerta de la vida diaria, generalmente no podemos comprender al
prójimo más cercano y salimos corriendo a confesar nuestros pecados
El arte nos confronta con aquello
que realmente somos capaces de ser o hacer, en este «mundo azul como una
naranja», en la versión de Paul Éluard.
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